-Juan Carlos López Ayón
Sentía
que los pulmones me estallarían contra mis costillas, la garganta me ardía y
trepaba por ella una bilis espesa y amarga: la del terror absoluto. Corría lo
más rápido que me dejaban mis piernas, me permitía voltear hacia atrás para ver
cuánta distancia quedaba aún entre lo que me perseguía y yo. Mis cinco amigos
no lo habían logrado. Ellos fueron alcanzados por aquello. Lo que sería una
velada en un bar de la ciudad, terminó siendo un caos carmesí, en medio del
silencio y la noche, huyendo de sombras que no logro distinguir. En realidad,
aún no logro recordar cómo llegué aquí, mi último recuerdo comienza desde que
huíamos de algo mis amigos y yo, mientras los escuchaba gritar a mis espaldas y
veía fragmentos de lo que les ocurría. Ojalá no hubiera visto.
Creo
que estoy en un complejo de fábricas textiles a las afueras de una ciudad,
puedo ver las luces citadinas a varias decenas de kilómetros. Comienzo a correr
en dirección a las luces que alcanzo a ver de los edificios. Los pensamientos y
los recuerdos aislados llegan a mi mente a la velocidad con la que corro,
escuchando los pesados rasguños en la tierra detrás de mí, decididos a no
dejarme escapar.
Intuyo
que ha pasado al menos una hora desde que comencé a alejarme de aquellas carcazas fabriles y que ya no
soy perseguido. Las pequeñas oleadas de adrenalina cortesía de repentinos
temores han sido mi combustible. Empiezo a recordar por qué había llegado hasta
ese lugar. Los seis tomábamos unos tragos en un bar llamado “Lux et Nigrum”,
cuando un estruendo ensordeció a todos en el lugar, después, una sacudida de la
tierra tan poderosa que pareciera partiría a la ciudad en dos. Salimos del
sitio como pudimos junto a una pareja de casados que fueron a beber unos
tragos. Nos subimos a su Van y la mujer manejó desenfrenada hacia las afueras
de la ciudad, mientras veíamos a través de los vidrios cómo de la nada unas
figuras siniestras, de alas ominosas, formas oscuras y vaporosas —no sé si las
veía así por la velocidad— parecían engullir, separar en partes a las personas.
Aquellas imágenes no tenían explicación, era como si hubieran llegado a
reclamar algo que era suyo o solamente estábamos en su camino.
Recuerdo las fábricas.
Un golpe.
Después miles de destellos en mis ojos.
Alguien intentando hacerme reaccionar.
Las imágenes de mis amigos siendo alcanzados
por aquellas cosas. El shock absoluto, hasta que llegan estos recuerdos. ¿Por
qué habría de dirigirme de regreso a la ciudad? No, no es mi ciudad, la mía
queda al norte, yo voy al sur, y se ven luces, allí no pudo haber pasado lo
mismo.
El
silencio nocturno en estas circunstancias es el peor acompañante, agudiza tus sentidos
y te pone en alerta máxima y cualquier susurro ajeno te crispa cada vello. A
medida que acorto la distancia con la ciudad el aire parece espesarse, todo se
ve neblinoso y con olor acre entre los árboles de la vereda que recorro. Un
ruido detrás de mí hace que casi me estalle el corazón del susto. Por fin puedo
ver entre la bruma aquello que no dejó de seguirme toda la noche. Su aspecto es
grotesco y su olor aún más ahora que lo tengo a un par de metros delante de mí.
Su forma casi humana y desnuda se yergue imponente con sus poco más de dos
metros, con su piel verdosa, oscura y bulbosa, su cabeza me recuerda a la de
ciertos bichos marinos, como si de una medusa se tratase; sobre su espalda se
aprecia algo membranoso retraído. El pánico me invade, comprendo que todo el
tiempo aquello mantuvo solamente la distancia y nunca me perdió de vista. Se
abalanza sobre mí y en un movimiento instintivo le asesto un golpe en lo que
sería su bulbosa quijada, al tiempo que siento un ardor en el pecho: sus uñas
largas también me habían alcanzado.
Me
muevo con cautela, sin perder de vista mi camino, aquello se reincorpora y se
queda fijo mirándome. Ha estado jugando conmigo. Camino de espaldas para no
quitarle la vista a mi predador y él sólo se limita a seguirme con paciencia.
Algo no
está bien. Apesta a humo, a quemado. Volteo a ver la ciudad y entiendo el
porqué. Lo que creí que eran las luces citadinas realmente son llamaradas.
Detrás de esa cortina de humo puedo verlo: es gigantesco, parece estar calmado,
en una posición como en cuclillas y aun así es más alto que el edificio más
grande, al menos unas tres veces más. Su cuerpo es parecido al de mi
depredador, con las alas un poco desplegadas, su cabeza me recuerda a la de un
pulpo. Parece sereno, pero transpira maldad, se siente en el ambiente. Mi cara
se deforma en una mueca de horror indescifrable. Como un rayo, la desesperación
atraviesa y se apodera de mi mente. Entro y salgo de la locura a la misma
velocidad en la que la imagen de la ciudad envuelta en llamaradas y humo entra
por mis retinas.
Escrito por: Juan Carlos López Ayón

