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Cuento - Manuel Morbius

 



Grita la niña al encontrarse consciente de que su felicidad se ha elevado al cielo y su lengua no puede pronunciar las maldiciones para describir su pérdida por el límite de edad establecido para las palabras programadas que están fuera del léxico de la kryptopersona que remata así su día y le entrega a su usuaria el recuerdo vívido de un día en la feria a campo abierto, bajo un cielo azul.

Eso es lo que ella está “recordando” en nuestra pequeña habitación donde veo brincar a mi hermana, intentando alcanzar un hilo de desesperación conectado a un banco de memorias. Termina la experiencia y llora después de poner en pausa la interfaz. Sus ojos dejan el azul neón y sus pupilas regresan a su color café claro. Entre sus labios comienza a saborear nuevamente el sabor a cobre en el ambiente. Estoy sentado en la silla y parece que me ve desde más arriba.

—Deberías haberlo visto. Fue hermoso. Los detalles en el cielo eran espléndidos. Comimos un delicioso helado de chocolate y había un oso montado en cochecito que regalaba globos de colores metálicos. ¡Me lleva el carajo, perdí mi globo!

Yo sabía que nada de eso había pasado: el cielo abierto nos hubiera calcinado, el helado siempre ha sabido a mierda y antes de que naciéramos se habían extinguido los osos. Mantengo en cuarentena mis comentarios para no iniciar una pelea con la que, posiblemente, sea mi única donadora compatible de órganos naturales. Sin embargo ella es la que comienza a reprocharme con el gesto caricaturizado y maternal de los anuncios que se reproducen en el reflejo de la sopa.

—Eres demasiado testarudo Leyver. Todos usan el banco de memorias. Tienes que invertir en tu felicidad. Es como dice el anuncio: el presente está vivo en el pasado.

Difiero de lo que mi hermana entienda de ese anuncio. Mi estómago hace una señal de gorgoteo variado desde la parte más oscura de mi colón. Ella llora de emoción y eso le abre el apetito. Va a la cocina a comer algún derivado de soya que hace que sea más nutritivo comerse la caja.

Vuelvo a donde me había quedado, frente a la interfaz. Comienzan a llegar los mensajes: “¡¿Qué estas esperando?!”. Pienso en mi hermana y su felicidad, en el tiempo y créditos sociales invertidos en el banco de memorias. Este mes atendimos a tres ejecutivos rusos sudorosos dentro de un baño sauna para que ella pudiera pagar la cuenta de su kryptopersona. Si al menos la usara para aprender habilidades nuevas no me causaría angustia su afán de inundar su cabeza de memorias felices, armando escenarios coloridos, con animales que prácticamente se incineraron en la superficie del planeta.

Giro mi silla y ella baila mientras come un crocante pedazo de nuestro mundo, producido por una corporación que ya no se esfuerza por disimular el sabor artificial. Ella ha encontrado una vida feliz en sus memorias. ¿No se trata de eso la vida: de ser feliz?

Medito la situación en la frontera de mis dudas que, más que éticas, tiene que ver con el orden en el que odio las expectativas. ¿Debería acceder? ¿Cuánto podría cambiar el mundo si simplemente dejo llevar mi cerebro remojado en la oscuridad dentro un banco de memorias reproducidas y guardadas en hongos, con forma de cerebros, cultivados debajo de Hong Kong? Allí es a donde todos terminan modelando copias de su materia gris mientras pagamos por paquetes de recuerdos. Podría iniciar recordando el mar, ahorrarme la experiencia soleada de fiesta de verano y pagar por una noche de luna llena. Como no busco experiencias sexuales mi factura sería mínima. También podría pedir un préstamo, igual que mi hermana, y comprar experiencias de niñez agregándole clases de piano. No, mejor un viaje lunar, aunque eso sería oneroso. Entre más tengan que expandir los hongos para agregar realismo a la experiencia, mayor es el costo.

¡Qué demonios! Inserto mi diseño de Kryptopersona. En la interfaz aparece un mensaje: “felicidades”. Configuro mi primer Kryptopersona. Escanean y hacen el modelado de mi corteza cerebral para cultivar un hongo donde programar mis memorias. El sexo que elegí es femenino y su nombre es Helena de Troya. Pasan algunos minutos. Mi hermana grita en la cocina. “¡No! No puede ser. ¡Leyver! Algo pasó, no hay recuerdos”. Confirmo la inserción. Dicen que los algoritmos de hongo son indescifrables. No para mí. Mi hermana grita. Dijeron que era un idiota, que no sabía programar, pero nunca me interesó demostrárselos; estuve decidiendo, pensando qué sería lo mejor. Nadie les va a poder ayudar. Mi hermana grita. El banco de memorias quebró. Billones de recuerdos especulativos se han ido. Ella va a estar triste. Millones de personas lo van a estar. Así es la realidad: triste.




Escrito por: Manuel Morbius            

Ilustraciones: Petrochev         

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