No era necesario que su lengua siguiera testeando su labio inferior, eso que salía era sangre. Pero también tenía un cuerpo y unos hombros que lo sostenían y le impedían caerse del todo. Miró su reloj: el cristal partido y con éste la promesa de lo sumergible. Le dolía más que su boca, más que las patadas en las costillas, le dolía el afecto que llegó a sentir por ese objeto. Para hacer todavía más evidente su martirio, se dedicó a buscar su imagen refractada en el aparato. Eran las cuatro y dos de la mañana. Su cara sangraba y el reflejo distorsionado le devolvió el horror que perseguía.
Hacía frío y no podía llegar a casa así. Si hubiera podido pagar un hotel hubiera tenido el consuelo necesario. Le gustaba la idea del hotel, la idea de llegar a un lugar donde nadie le pregunte como estuvo su día. No solo ese día, no solo a esa hora y con esa sangre chorreando por su cuello, sino siempre, incluso en los días felices. Había vivido tres meses en el hotel Piamonte varios años atrás y esa experiencia volvía siempre a él como un recuerdo agradable. Viejo Hotel Piamonte, pensaba ¿Quién dormirá esta noche en mi habitación? ¿Quién usurpa mi lecho sin merecerlo como yo lo merezco? Porque el merecer, claro está, tiene que ver con el sacrificio y nadie podía poner en duda su entrega y su dolor. Como pudo se limpió la cara con su camisa a cuadros, aquella que había seleccionado especialmente para hacer acto de presencia en la noche. Después tendría tiempo para llorar por ella y su transición a trapo de sangre, sudor y lágrimas. Debía tener una cara medianamente decente para ponerse de pie, cuando lo hizo descubrió otras superficies dolorosas en su piel. Aún así seguía doliendo menos que su reloj.