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Cuento - Daniel Frini


Es raro, pero duele más cuando castiga el cuero del cinturón, la punta donde están los agujeritos, que cuando te pega la hebilla. Debe ser porque la hebilla abre la carne y deja escapar al dolor. No sé. Pero cuando castiga la hebilla, las heridas cierran de a poco, las costras se ponen duras y el pellejo tira cuando hacés un movimiento, aunque sea chiquito. Más cuando las cicatrices se montan unas sobre las otras, y te quedan el lomo y los brazos y las patas llenos de dibujos rojos y marrones que parecen caminitos de un mapa.

   Él te dice «Hacé», y yo le digo que me explique cómo se hace, porque no sé cómo se hace. Pero él no te explica y te manda. «Hacé», te dice; y como yo no sé, hago las cosas mal y él se enoja. Vos ves venir el castigo ¿Sabés dónde lo ves primero? En los ojos. Se le ponen como duros y rojos, se le entrecierran como los ojos del chino del supermercado. Así: finitos ¿viste? Después, en la boca. Hace una mueca rara, como que la mandíbula se le tranca. No sé. Recién después, despacio, se saca el cinto y te pega. Una, dos, tres, diez veces. Y vos te hacés un ovillo en el piso, y tratás de taparte la cara, por lo menos, las orejas; y poner el lomo; que por ahí, duele menos.

Cuando era más chico le pedía por favor que no me pegara, que yo no había hecho nada. Pero como que no te oía ¿sabés? Después, de más grande, aprendés a que la cabeza piense en otra cosa, a irte mientras caen los lonjazos. Y te concentrás, un suponer, en el brillo del sol en alguna gota de sangre, que es tuya, y que parece quieta en el aire, como girando en cámara lenta. O en la cucaracha de abajo del ropero, que te mira como diciendo aguantá.

   A veces viene encurdado, y te pega a vos como si quisiera pegarse él.

   Decí que en la iglesia, el curita me enseñó a creer en Diosito y a rezarle a su hijo; que dice el cura, es nuestro mejor amigo. «Pídanle, y él se los va a conceder», nos dijo el cura.

   Yo le pedí que lo cambie, que no me pegue más. Ni a mí, ni a mi mamá, ni a mis hermanos. Pero nos siguió pegando. Entonces, le pregunté al cura por qué Jesús no lo cambiaba. «Dios no te libera del sufrimiento», me dijo el cura, «Te libera en el sufrimiento». Y yo no le entendí. «Rezá con más fervor. Rezá más», me dijo.
   Y se me hizo que Dios era como esa cucaracha de abajo del ropero, que me decía aguantá.

   Entonces, me puse a rezar apretando mis manos hasta que se ponen blancas, y cerrando fuerte los ojos. Rezo así todo el día. Pero ahora no rezo para que no nos pegue. Rezo para que Jesús me dé fuerzas para enfrentarlo, y proteger a mi mamá y mis hermanitos. Porque ahora soy más hombre ¿sabés? Porque ya tengo once. Rezo para que algún día, la veintidós que deja arriba de la heladera vieja tenga, por fin, una bala.

Texto: Rapsodia en rojo
Escrito por: Daniel Frini
Ilustraciones: Malpensante Fanzine